Relato

Relatos olvidados (Vol. 6). Especial de Navidad

Ya estamos aquí otra vez. La elipse vuelve al origen y el portal para la transición numérica abre su paso. Procedemos a traspasarlo —a no ser, claro está,  que una uva se nos atragante o la detonación de un petardo nos haga tomar el otro camino en la bifurcación—.

En cualquier caso no hay uva ni mamarracho pirotécnico que pueda evitar que el ciclo orbital se complete poniendo el punto y seguido —punto y final en los casos alternativos antes mencionados— a nuestra historia. Para despedir este capítulo de doce meses y, a falta de nuevos relatos —que llegarán—, recuperamos un entrañable cuento navideño al más puro estilo de La caricia del gato negro. La mosca muere sola.

O no.

Aunque el tono habitual de esta bitácora nos ponga difícil aquello de transmitir buenos augurios, La caricia del gato negro os desea un grato cambio de dígitos, libre de uvas malintencionadas y de genocidas en potencia con olor a fuegos de artificio.

Urte berri on!

Feliz 2020.

¡¡¡Groenlandia!!!

Firmado: El gato negro y su fiel servidor.

 

La mosca muere sola 1La mosca muere sola

El débil sol de invierno se ha escondido tras la colina y, desde la ventana, alguien observa los copos blancos, iluminados por los primeros destellos intermitentes de las farolas. Mira hacia la estrecha vía de hormigón que lleva a la casa y en cuya linde la hierba luce tupida excepto en la superficie donde descansa su furgoneta. Detrás de esta, en un área de similares medidas, las briznas están empezando a crecer.

Mira la televisión y un anuncio publicitario le recuerda —como si pudiera olvidarlo— que es Navidad. Piensa en lo rápido que… (seguir leyendo)

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Relatos olvidados (Vol. 5)

Llegamos a la quinta entrega de los relatos abisales de La caricia del gato negro. Dos historias publicadas hace tiempo y ocultas bajo varios clics en el botón “entradas antiguas”. Hoy toca buscar las grietas a dos sacrosantas instituciones: los amigos y la madre.

 

Para bien o para mal

Para bien o para mal

Siete tenedores solitarios y siete cucharas acompañadas por otros tantos cuchillos. Todos convenientemente distribuidos. La mesa ya está preparada. Copas de vino y de agua vacías. Varias botellas del mejor Ribera del Duero que he podido encontrar además de un Marqués de Riscal verdejo, afrutado, perfecto para el marisco recién cocido, despedazado y servido.

He invitado a cenar a mis mejores amigos, los de siempre. Sin parejas, sin hijos, sólo ellos y yo. He escogido el menú tratando de agradar a todos. He cocinado unas zamburiñas. Sí, Iván las odia, pero para compensar le he preparado unas croquetas de jamón y boletus.

Siempre han estado conmigo, así son los amigos, para bien o para mal… (seguir leyendo)

 

 

marco_amedio

Adiós mamá

Al despertar, el olor dulzón a ron mezclado con tabaco le anuncia que ella está cerca. Simula estar dormido, pero no puede engañarla: es su madre.

—Hola rata —Así es como le gusta llamar a su hijo.

Se incorpora. Ella está sentada en la mecedora junto a la cama. Con suaves movimientos bajo las frazadas se va alejando de ella, acercándose poco a poco al borde opuesto. Busca separarse a más de un brazo de distancia. Ella lo sabe.

—Te vas a caer, ven con tu mami… (seguir leyendo)

El último relato – (Relatos ALEABILBAO 2016-2017)

el ultimo relato2No me gusta la gente. Ni una sola persona. No os imagináis la impotencia que provoca un sentimiento tan inabarcable. Supongamos, por ejemplo, que decidiera hacer algo al respecto. Podría, qué sé yo, enrolarme en el ejército. De este modo, aunque tendría el privilegio de eliminar gente de manera legal y sin tener que enfrentarme a engorros judiciales, me encontraría con la terrible contradicción de que mis compañeros también serían “gente”. Igual de despreciables que el enemigo y con los que me vería obligado a mostrar camaradería. No podría soportarlo.

No es fácil odiar a la gente y querer hacer algo al respecto.

Seamos realistas: ¿cuál es la probabilidad de que, a lo largo de mi vida, vaya a tener al alcance de la mano el botón rojo? Bastante inferior a una entre 7400 millones.

Es duro aceptar la imposibilidad de acabar con todos. Salvo milagros —el último se remonta al 1939 y no fue suficiente—, siempre habrá gente. Y nunca me gustará.

Asimilada la verdad tras una profunda reflexión que llevé a cabo hace ya cinco años; conocedor desde entonces de mis propias limitaciones, me propuse un enfoque constructivo.

Como en ese chiste sobre el maestro del East End londinense, decidí ir por partes. Indagué en las profundidades de mí odio priorizando motivaciones: ordené a la gente según el nivel de animadversión que me provocaba. Por supuesto tuve que centrarme en colectivos, de este modo podría enfrentarme (más…)

Relatos Olvidados (Vol. 2)

Nueva entrega con relatos de los inicios del blog. Dos historias perdidas en el tiempo (como lágrimas en la lluvia), cuando La caricia del gato negro no tenía tantos seguidores. Otra oportunidad para leer (o releer) algunos de aquellos trabajos que considero rescatables a pesar de su juventud (y mi inexperiencia).

Si os perdisteis la primera entrega, «Relatos olvidados (Vol. 1)», podéis acceder pinchando aquí.

Hoy, un microrrelato erótico y una historia de guerra, supervivencia y huellas apenas perceptibles entre generaciones.

 

 

Imagen_Relatos olvidados (Vol. 2)ÁREA DE DESCANSO

Era un día lluvioso en la autopista entre Zaragoza y Logroño. Ella disfrutaba de cada curva y no dejaba de jugar con la palanca de cambios. El cinturón de seguridad le molestaba, pero no quería correr riesgos. La carretera estaba cada vez más húmeda, y la goma resbalaba a ratos con el piso produciendo en ella una vertiginosa sensación de pérdida del control.

Después de un tramo sinuoso y lleno de cambios de rasante, ascendió una gran pendiente cuyo final parecía no llegar. Hacía fuerza con brazos y piernas, como si quisiera acelerar la llegada. Poco a poco alcanzaba… (seguir leyendo)

 

 

sergei-mon-amourSERGEI, MON AMOUR

La nieve no cesaba. Solo el rojo rompía, impertinente, el predominio del blanco. Había empezado a anochecer y Sergei se resguardaba junto a tres cadáveres aún calientes. Llevaba seis días apostado en el antiguo edificio de correos, del que solo quedaban tres paredes y medio techo. Sus hermanas mayores, Olga e Irina murieron sirviendo en las defensas antiaéreas de Stalingrado. Él intentó huir de la ciudad al principio, pero Stalin había dado la orden de no dejar salir a los civiles. Cuando la batalla se intensificó en las calles de la ciudad, organizó una huida con varios compañeros. Todos, excepto él murieron aquella mañana tras un bombardeo. Se había quedado solo y aislado en zona enemiga.

Cuando los cuerpos que le rodeaban se enfriaron, los alejó y se recostó haciéndose una bola. El frío y la fuerte tos solo le dejaron descansar unos minutos. Al despertar, observó preocupado un charco rojo bajo su boca. Llevaba tres días tosiendo sangre y casi no podía respirar. Se limpió y… (seguir leyendo)

El ciclista invisible

El ciclista invisible 5Ayer paseamos juntos por octava vez. Tomé la decisión de salir con ella cuando supe lo de mi padre. La confianza aumentaba a cada paso y la taquicardia y la sudoración iniciales habían dejado espacio a una seguridad volátil pero cierta. Mi mano, que los primeros días sujetaba insegura la suya, se apoyaba ahora con descaro en su parte trasera. Creo que ya estaba preparado, mañana sería nuestro gran día. De hecho, tenía que serlo. A mi madre y mis hermanos no les iba a gustar, pero hacía demasiado tiempo que no les agradaba nada de lo que yo hiciera como para que eso me importase.

Nos detuvimos un instante, quise volver a comprobarlo. El sonido seguía ahí: cli, cli, cli…

La primera vez que lo escuché fue el verano en el que mi padre puso los ruedines a la pequeña bici de paseo. La colocó en el suelo con las ruedas hacia arriba, apoyada sobre el manillar y el sillín. Al percatarse de que, mientras él ajustaba las tuercas, yo empezaba a aburrirme, hizo girar el pedal con una mano y acto seguido lo soltó. Me maravillé al ver que la rueda trasera seguía dando vueltas como por arte de magia, como si un ciclista invisible manejara la bicicleta saltándose todas las normas de la física. El eco de la rueda acompañó la sonrisa cómplice de mi padre. Se trataba de un sonido nuevo para mí, pero extrañamente familiar. Tal vez me recordara a la lluvia al golpear la tierra húmeda, o quizás al insistente rumor nocturno de los insectos agazapados en la espesura. Siempre resuena conmigo, como un acúfeno que acompaña al vil recuerdo.

Aquella misma tarde estrenamos la bicicleta. Fuimos al descampado de las afueras: el único espacio abierto en aquella populosa y accidentada villa. Eran los años sepia, del hierro y la heroína, y jugábamos ajenos a la preocupación por (más…)

Relatos olvidados (Vol. 1)

Una selección, por entregas, de los primeros relatos de La Caricia del Gato Negro. Historias que, debido a las pocas interacciones de los inicios, no tuvieron el eco de las posteriores y que muchas de las personas que siguen el blog no han tenido la oportunidad de leer.

 

 

Feo 5 FEO

Juan Diego Murillo era muy feo. Entre mil personas habituadas a mostrar corrección, ni una sola sería capaz de decir «no es para tanto». Su cara, abstracta y asimétrica, ni siquiera se asemejaba a un rostro humano. En la mitad derecha, unas olas de piel colgante se empeñaban en arrastrar hacia abajo cualquier signo de normalidad. Apenas podía cerrar del todo aquellos sufridos párpados que parecían cargar con toda su frustración. La parte izquierda era otra historia: los rasgos, algo más normales, contrastaban de tal manera con los del lado opuesto que el resultado de la combinación de ambos era grotesco… (Seguir leyendo)

 

 

 

Pelusas azules PELUSAS AZULES

Las noches de domingo solíamos ponernos una película tumbados en la cama. Casi siempre la veíamos en dos tiempos. Las caricias hacían que nuestra atención no tardara en desviarse de la pantalla hacia nuestros cuerpos. Después, aún entre jadeos, rebobinábamos hasta el punto en el que habíamos perdido el hilo de la historia. Todas las películas, incluso las tristes, nos hacían sonreír. Es en la primera parte, la de las caricias, en la que ella adquirió la costumbre de pasar la mano por mi ombligo y escarbar con su dedo corazón. A veces, sacaba una pequeña pelusa azul con la que jugueteaba delicadamente unos instantes, antes de dejarla en su mesilla. A pesar de que me gustaba presenciar aquel ritual cada vez que ocurría, he de reconocer que no le di importancia hasta que sentí su ausencia.

Un domingo de noviembre… (Seguir leyendo)

El viejo R5

R5_1Observa a través de los cristales de la oficina que tiñen la ciudad de un verde cambiante. Hace rato que el tono musgoso del atardecer ha cedido el paso a uno más oscuro. En la enorme zona de aparcamientos apenas media docena de coches soportan los primeros impactos de una repentina granizada. Le queda mucho por hacer antes de volver a casa, pero no puede evitar detenerse unos instantes en el viejo R5. Lleno de achaques y obcecado siempre en una terca negativa a recorrer el camino hacia el desguace.

Recuerda aquella mañana de sábado. Jugaba con su hermano pequeño sin reparar en el insistente claxon que sonaba fuera de la casa. De repente notó algo familiar en la cadencia de aquel ruido de fondo. Repetía el mismo patrón una y otra vez: Pi, pipipipi, pi, pi. Era la contraseña que utilizaban para saber quién llamaba al timbre o al portero automático. Para ellos se trataba de un juego más, aunque este ocultaba otro significado: aquel no era un barrio fácil. Se asomó a la ventana y vio a sus padres saludando con la mano junto al coche nuevo, el primero y último que tuvieron, pero ella apenas reparó en el auto, tenía la mirada fija en su padre: no recordaba haberle visto sonreír nunca de un modo tan libre del matiz de la amargura. El vehículo trajo algunas comodidades y una alegría efímera que no cambió el estado de las cosas. Aquella sonrisa plena no tuvo continuidad, quedando como una instantánea fija en la memoria de lo extraordinario. Él siguió trabajando de sol a sol, casi hasta el último aliento, en esa fábrica cuya atmósfera fue deteriorando su ánimo y unos pulmones ya debilitados por la media cajetilla diaria de Ducados. Nada de cenas fuera, estadios de fútbol ni escapadas de hotel. Sin viajes en vacaciones más allá de unos días en la vieja casa familiar después de un largo periplo de ventanillas abiertas al tibio aire de agosto, jugando a las matriculas, pares o impares, y a las caras de los coches: según la distribución y  forma de los focos y la matrícula, unos parecían enfadados, otros reían y algunos lloraban.

Vuelve a centrarse en su tarea, no quiere que se le escape ni un detalle, está cansada de encadenar contratos en prácticas. El R5 aguanta la violencia creciente del granizo con el estoicismo y la dureza de siempre. Dicen que los perros se parecen a sus dueños. Nunca estuvo de acuerdo con esa afirmación. Sin embargo no le tiembla la imaginación al percibir la similitud entre la cara del viejo coche y la mirada, que hasta para reir pedía permiso, de su padre. La misma con la que, ya en el hospital, le dijo: “qué lástima, si hubiese tenido una vida más cómoda, de haber descansado en garaje, seguro que hubiese aguantado hasta que tuvieses edad para conducirlo, pero tal y como está…”.

 

Andoni Abenójar

La ecuación

Criatura 1

 

Diez, nueve, ocho,…

A pesar de su futilidad, casi un milenio después, la tradicional cuenta atrás aún se mantenía como homenaje a los primeros pasos de la humanidad en la aventura espacial. Tan solo se había introducido una variante: debido a cierto acontecimiento histórico ocurrido siglos atrás, la cuenta obviaba el número prohibido.

…seis, cinco, cuatro,…

Sin embargo, la sudoración, el pulso acelerado y otros signos de desasosiego no habían perdurado en el tiempo gracias a los implantes límbicos.

…tres, dos, uno,…

Desde la sala de control del Edificio Presidencial, un grupo de personas observaba en calma la pirámide situada a varios kilómetros.

…¡propagación!

El monumental artefacto se elevó sin estruendo ni resplandor a una velocidad constante y en pocos minutos (más…)

Hombre de cuarenta

Imagen 33El día anterior al cuadragésimo cumpleaños de Víctor Salaberria amaneció con un tiempo ni bueno ni malo, lo cual no era motivo de queja para nadie por aquellos lares. El sol, al otro lado de las nubes, producía un brillo intenso y la gente caminaba abrigada y, algo contrariada, con los ojos entrecerrados. No hacía demasiado frío, considerando que transcurría el mes de enero, pero un constante viento del Este ponía a prueba el volátil ánimo madrugador de los transeúntes. Uno —si no todos— de aquellos caminantes tenía mayores preocupaciones que el viento y el resplandor. Víctor iba cabizbajo para evitar estímulos que lo desconcentraran. Con el ceño fruncido repasaba todas las acciones que debía desarrollar en las siguientes horas.

Llegar hasta ese punto no había sido sencillo —ni barato— para alguien que sobrevive día a día desde que dejara su último trabajo, de 9:00 a 20:00, en una oficina. Suerte que contaba con la lujosa villa familiar, de la que tantas veces se había jurado que nunca se lucraría y que, sin embargo, decidió vender cuando empezó a desarrollar el plan. Desde entonces compartió piso de alquiler con dos hombres corpulentos y de rudas maneras que apenas hablaban el idioma, y con un tímido joven que decía ser escritor. Fue en aquellos primeros días compartiendo vivienda cuando la providencia le facilitó los recursos que allanarían el camino. Una tarde alguien llamó a la puerta de casa y cuando se disponía a abrir, el más hercúleo de sus compañeros le detuvo agarrándole por el hombro.

—Yo voy, ¿importa dejar sala?

Víctor asintió y se retiró a su habitación: no era demasiado grande pero cubría las comodidades mínimas de alguien que no pretende echar raíces. Además, necesitaba minimizar gastos para poner en marcha su propósito. Se sentó en un pequeño sofá que se agenció para las visitas que nunca tuvo y observó detenidamente y de manera aséptica el orden de las escasas pertenencias distribuidas por la estancia. Sólo sintió suya la vieja foto sobre la balda de los libros: eran él y Carla, su mejor amiga. Sonreían. Apenas tenían 13 años.

El apartamento era amplio y cómodo, pero de finas paredes que no aislaban ni del frío ni de los oídos curiosos. En el salón se juntaron los dos maromos con el recién llegado, que no hablaba el idioma de los otros. La conversación se desarrolló en inglés y Víctor entendió gran parte de la misma y varias cosas que desconocía sobre sus compañeros de piso. Fueron estos, poco después, quienes le pusieron en contacto con las personas que podían ayudarle a materializar la idea que (más…)

La mosca muere sola

La mosca muere sola 1El débil sol de invierno se ha escondido tras la colina y, desde la ventana, alguien observa los copos blancos, iluminados por los primeros destellos intermitentes de las farolas. Mira hacia la estrecha vía de hormigón que lleva a la casa y en cuya linde la hierba luce tupida excepto en la superficie donde descansa su furgoneta. Detrás de esta, en un área de similares medidas, las briznas están empezando a crecer.

Mira la televisión y un anuncio publicitario le recuerda —como si pudiera olvidarlo— que es Navidad. Piensa en lo rápido que crece la hierba mientras juguetea con la mano en el bolsillo de la bata.

Estira el brazo tratando de cambiar de canal, golpea el mando pero el aparato no responde. Ningún niño con jersey de lana decorado con cohetes espaciales se ofrece voluntario para acercarse a los botones del televisor. Se rinde, está dispuesto a soportar los minutos comerciales antes de que continúe la película. Siempre le ha enternecido la insistencia del personaje de James Stewart en anteponer las necesidades de los demás a sus propios deseos.

Está a punto de precipitarse en la acogedora oscuridad cuando siente una leve caricia recorriéndole la boca. No es el roce familiar y sensual de esa persona capaz de perdonar tus pecados y transformar la penitencia en éxtasis. Se trata más bien de un toque frío y extraño (más…)