El desconocido estaba sobre ella. Se movía despacio pero con firmeza. Con cada empujón ella sentía un mayor placer. Al borde del éxtasis, todo se volvió confuso. El hombre desapareció.
Aquella mañana sor Isabel despertó entre sudores. Los muslos le ardían y apretaba las piernas una contra otra. Sintió una mano que la zarandeaba.
—Despierta hermana —susurró una débil voz de mujer. Era sor Margarita—, mañana tendrás que volver a confesarte.
—Descuida, mañana visitaré el confesionario.
Trató de dormir, pero un pensamiento no la dejaba tranquila. Cada vez se repetía con mayor frecuencia aquel sueño. Siempre era el mismo hombre. No le conocía. Se preguntaba si sería el muchacho de la estación de autobuses. Hacía diez años de aquello: aún no contaba con la mayoría de edad y estaba realizando el viaje que la llevaría al convento de las Siervas de María, tal y como sus padres decidieron. El periplo hacia el norte era largo y en un descanso que hicieron para comer, aquel joven la engatusó y la llevó a una casa abandonada cerca del área de servicio. Había oído que la primera vez siempre dolía. Ojala hubiera sido así.
Durante los años que estuvo en el convento, se esforzó por redimir aquel acto (más…)