No os hagáis ilusiones, no voy a sorprenderos con un relato postapocalíptico en el que un felino portador extiende el virus del fin de la humanidad. Lo de meter el concepto vírico ha sido más bien un acto de periodismo rosa: desde Nochebuena un ejército de microorganismos con muy mala hostia me han mantenido por encima de los 101 grados Fahrenheit. Temperatura insuficiente para que el papel comience a arder, pero lo suficientemente alta para impedir a mis neuronas plantearse el ejercicio de la escritura.
Farenheit 101: la temperatura a la que las ideas se reducen a ceniza.
Llevaba unos días trabajando en una historia muy navideña (a mi manera). Va sobre una mosca. Creo que os iba a gustar. Pero, entre dolores, náuseas, fiebre, tos y secreciones desagradables, he sido incapaz de darle cierre.
De modo que para el inicio del 2018 añado a la lista de propósitos el de terminar ese relato. Este objetivo se une a los anteriormente establecidos, tales como la conquista del mundo literario y la auto publicación de un libro de relatos del que os hablaré muy pronto. Estará compuesto por algunas historias que conocéis muy bien y otras inéditas.
Mientras os pegáis una Nochevieja antológica yo me quedaré aquí, con el gato negro, ultimando proyectos, recuperando fuerzas y rumiando nuevas historias para que os caguéis por la pata en 2018.
Disfrutad del fin (y del principio).
Urte berri on. Feliz 2018.
P.D. Y no olvidéis que el uso de petardos y demás pirotecnia es señal de varias carencias (de sensibilidad, por ejemplo). Por favor, no hagáis caso al anuncio de la famosa bebida de cola que dice que el hecho de no respetar el espacio personal de los demás es algo bueno y molón que define positivamente a la gente de cierto país… No lo es. No invadáis los tímpanos y la calma y quietud ajenas. Gracias.
La caricia del gato negro