Aquella mañana Álex despertó de buen humor. Acababan de mudarse pero aún faltaban los muebles y las paredes estaban desnudas. Se acercó a la cocina y no encontró nada que pudieran desayunar. Decidió salir en busca de una tahona. Lucía y Otto se lo agradecerían.
Le sorprendieron la quietud y el silencio de aquel enorme laberinto de calles y miró extrañado el reloj: eran las diez y media de la mañana. Caminó un buen rato entre las casas, idénticas, de la enorme urbanización, concentrándose en recordar el camino de vuelta. Todos los establecimientos tenían las persianas bajadas. Era domingo, pero no había cafeterías abiertas, ni coches aparcados. Ni siquiera vecinos a los que dar los buenos días. La respiración de Álex se aceleró y tuvo que detener su marcha. Cuando consiguió disipar la confusión, comprendió que debía volver a casa. Atravesó un parque infantil sin niños y en lo alto de un castillo de toboganes observó un cuervo que, al percatarse de su presencia, graznó.
—Señor, esta es una propiedad privada —a su espalda, la voz, (más…)