Sergei, mon amour

sergei-mon-amourLa nieve no cesaba. Solo el rojo rompía, impertinente, el predominio del blanco. Había empezado a anochecer y Sergei se resguardaba junto a tres cadáveres aún calientes. Llevaba seis días apostado en el antiguo edificio de correos, del que solo quedaban tres paredes y medio techo. Sus hermanas mayores, Olga e Irina murieron sirviendo en las defensas antiaéreas de Stalingrado. Él intentó huir de la ciudad al principio, pero Stalin había dado la orden de no dejar salir a los civiles. Cuando la batalla se intensificó en las calles de la ciudad, organizó una huida con varios compañeros. Todos, excepto él murieron aquella mañana tras un bombardeo. Se había quedado solo y aislado en zona enemiga.

Cuando los cuerpos que le rodeaban se enfriaron, los alejó y se recostó haciéndose una bola. El frío y la fuerte tos solo le dejaron descansar unos minutos. Al despertar, observó preocupado un charco rojo bajo su boca. Llevaba tres días tosiendo sangre y casi no podía respirar. Se limpió y trató de no pensar en ello. Buscó entre los cadáveres, alguno podría tener vodka. Era la única forma de sobrevivir, encender un fuego era demasiado arriesgado. Con el calor del alcohol, reuniría fuerzas y coraje para tratar de regresar a la zona rusa de la ciudad.

Iker y Javi caminaban al paso rápido marcado por su amigo Sergei. Estaba empeñado en llevarles a un bar donde había probado un buen vodka, en su opinión el mejor. No recordaba la marca, pero reconocería la botella.

—¡Stalingrado! —gritó mientras cruzaba un paso de cebra a grandes zancadas para evitar las líneas blancas—. Creo que ese era el nombre.

—¡No flipes! —dijo Iker que seguía de cerca a Sergei—. Esa marca no existe. Eso es de otra movida.

—Hazle caso, Sergei —a pesar de ir rezagado, Javi estaba atento a la conversación—. Eso de Stalingrado me suena al tío aquel de la mancha en la cabeza. Seguro que no es una marca de vodka.

—Bueno, ¿qué más da el nombre? La cuestión es que hoy nos vamos a meter diez chupitos de ese vodka. Hay dos por uno hasta las tres —y en tono burlesco concluyó—: así que será suficiente con vuestros veinte euros de paga.

Iker y Javi no eran tan aficionados a aquel licor como lo era Sergei, sin embargo estaban encantados de seguirle y beber con él. Solo querían divertirse. A sus diecinueve años, aún no conocían bien la cara nocturna de Santander. Sergei, seis años mayor que ellos, hacía de anfitrión en las noches de jarana. Llegaron al bar y esperaron en la cola de la entrada hasta que les dejaron pasar.

Había registrado al menos once cadáveres y ninguno tenía vodka. El olor a putrefacción le producía arcadas. Comenzaba a perder la esperanza cuando escuchó pasos al otro lado de la estancia. Se escondió y pudo ver, gracias a la claridad que entraba por el hueco de la pared derruida, que se trataba de una joven. De su cabeza salían bocanadas de vaho acompasadas con la respiración acelerada. A Sergei le recordó a aquellos artistas escupefuegos que solían actuar en las ferias. Solo que faltaba el fuego.

Se dirigió a la muchacha en voz baja, no quería asustarla ni llamar la atención.

—Hola.

Ella se sobresaltó y se puso rígida sin emitir el menor ruido.

—No te preocupes, soy de los tuyos. ¿Estás sola? ¿Tienes vodka? —Al ver que la joven tiritaba descontrolada entendió que no era momento de interrogatorios—. Perdona… Ven, acércate. Me llamo Sergei.

No habló. Cuando llegó a donde él se encontraba, se sentó a su lado. Pronto comprendió que era muda. Le ofreció una galleta de centeno que devoró. Él comió otra galleta y le ofreció a la muchacha las dos últimas.

Aquella noche tras una breve conversación en la que ella se las arregló con gestos, se quedaron dormidos abrazados para combatir el frío.

Un tiroteo lejano los despertó unas horas después. Aún sentían el calor del cuerpo del uno en el otro. Se miraron un instante y sus bocas se besaron. Los dos buscaban más calor y lo encontraron. Los cuerpos se abrieron camino y se fundieron el uno en el otro.

Cuando ella despertó, sintió frío. Temió que Sergei se hubiese ido, pero al darse la vuelta vio que seguía ahí. Sin embargo no emanaba calidez. Lo besó y entre lágrimas agradeció en una pequeña oración que le hubiese entregado a ella todo el calor que le quedaba. Aquel día se encontró con un grupo que trataba de escapar de la ciudad. Se unió a ellos.

Ocho meses y medio después tras un arduo periplo, llegó a Vichy justo a tiempo para dar a luz. En el paritorio, sintió que algo iba mal y, mediante gestos, pidió a la matrona papel y lápiz. Escribió: “Sergei”. Fue su última palabra.

La recién nacida fue enviada a Marsella con aquella nota como único libro de familia.

Llegó a casa a las cinco de la madrugada. Había sido una gran noche. Brindaron más de diez veces con aquel vodka cuyo nombre había vuelto a olvidar. Estuvo a punto de conseguir que Iker y Javi se fueran al hotel con unas chicas de Barcelona que estaban de visita en la ciudad. Abrió la puerta con mucho cuidado para no despertar a nadie pero, a pesar de ello, escuchó la voz de su madre que le hablaba desde la habitación.

—Sergei, mon amour, te he dejado un sándwich en la nevera por si tienes hambre.

Le encantaba aquel acento francés. Era casi inapreciable, sutil como un débil recuerdo del pasado. Se comió el sándwich mientras trataba de recordar el nombre del vodka.

—Stalingrado, creo…

Andoni Abenójar

Ilustración: Laura Abenójar

7 comentarios

  1. Un relato tan conmovedor como interesante, Andoni. Me ha gustado esa forma de intercalar el pasado en el presente o viceversa; entreteje los tiempos hasta dibujar el esbozo completo de la historia.

    Un beso y feliz año nuevo!!

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